lunes, 11 de junio de 2012

Mujeres en Malvinas, 30 años de recuerdos


No sólo existen las mujeres que quedaron a la espera de los soldados, hubo otras que estuvieron allí con ellos.
Susana Maza, Silvia Barrera y María Marta Lemme fueron tres de las únicas seis mujeres argentinas que presenciaron el conflicto del Atlántico Sur, ayudando a los heridos en combate a bordo del rompehielos… Almirante Irízar, que funcionó como buque hospitalEn 1982, las tres tenían entre 20 y 25 años y acababan de recibirse de instrumentadoras quirúrgicas cuando se dieron cuenta de que su deber era ayudar a los heridos en combate.




Durante diez días, estuvieron en el Almirante Irízar, un rompehielos que funcionó como buque hospital en Malvinas. Atendieron a cientos de soldados, les dieron fuerza y los cuidaron. También los vieron morir.
Nadie las obligó a ir: lo hicieron por propia voluntad. Las tres trabajaban desde hacía ya algunos años en el Hospital Naval Central pero pertenecían al personal civil.A las seis de la mañana del 10 de junio de 1982, seis mujeres vestidas de verde se subieron a un avión de línea en el Aeroparque J. Newbery para ir a Río Gallegos.
Luego irían a Punta Quilla en helicópero y, de allí, al buque hospital Almirante Irízar en un sea-king (un helicóptero para transportar heridos). Cuando se declaró la guerra no se nos ocurrió pensar en el peligro que corríamos. Sólo queríamos llegar y ayudar.
Todas lo volveríamos a hacer.” Susana Maza, Silvia Barrera y María Marta Lemme ya lo habían decidido tiempo antes de postularse: querían ir a las Malvinas. Lo habían comentado durante las operaciones en que participaban, y lo habían discutido cuando terminaban sus turnos de trabajo. Por eso, cuando el 9 de junio de 1982 el director del Hospital Militar Central solicitó instrumentadoras quirúrgicas y enfermeras para ayudar en Puerto Argentino, ninguna dudó.



La idea era montar un hospital de campaña, en carpas, para ayudar a los combatientes. “Lo más difícil fue convencer a nuestros padres. Pero la mayoría de nosotras venimos de familias de militares y lo entendieron enseguida,” recuerda Silvia Barrera.
A las seis de la mañana del 10 de junio de 1982, seis mujeres vestidas de verde se subieron a un avión de línea en el Aeroparque J. Newbery para ir a Río Gallegos. Luego irían a Punta Quilla en helicópero y, de allí, al buque hospital Almirante Irízar en un sea-king (un helicóptero para transportar heridos).
- ¿Cómo era en ese momento el sur del país?
- Susana: Era verde. Desde Comodoro Rivadavia, el país era otro: estaba militarizado. Nosotras veníamos de Buenos Aires, donde si bien hablabas de la guerra, no la veías. En el Sur, todos especulaban con un ataque al continente: había camiones militares durante el día y oscurecimiento por la noche. A los autos les ponían una cinta adhesiva que sólo permitía una luz mortesina.
- ¿Recibieron algún tipo de preparación antes del viaje?
-Silvia: Todo sucedió muy rápido. A bordo sí nos dieron algunas pautas básicas, como por ejemplo dónde situarnos y qué hacer en caso de ataque. Lo que pasaba era que poco antes que llegáramos, el 2 de mayo, había sido hundido el General Belgrano fuera de las 200 millas, y a nosotros nos podía suceder lo mismo.
- Susana: Para muchas de nosotras, aquel era el primer viaje en avión. Ninguna había pisado el Sur y el único barco que conocíamos era el de remo. Tuvimos que aprender muchas cosas. Por ejemplo, a ponernos los borceguíes.





¿En ningún momento sintieron miedo?
- María Marta: Sí, muchas veces. Cuando iba en el avión empecé a preguntarme: ¿Qué hago acá?” Me acuerdo que empecé a imaginar cómo sería estar allá, si íbamos a estar todas juntas o si nos iban a separar. Los miedos desaparecieron cuando nos pusimos a trabajar. Pero cada vez que nos ganaba el temor, íbamos a la capillita del barco y rezábamos.
Silvia: Nos dividimos por áreas. María Marta estaba en el área de cirugía general, Susana en la cardiovascular, Norma y Celia en traumatología, María Angélica en oftalmología y yo en terapia intensiva.
- María Marta: Cuando los heridos llegaban a bordo, los clasificábamos según las lesiones y los derivábamos a terapia intermedia o intensiva.
- Susana: A veces, la tarea se nos hacía difícil. En esa zona los vientos llegan a 100 kilómetros por hora y el buque se movía mucho. A los heridos no los podían bajar en helicóptero y varios de ellos tuvieron que ser trasladados en un barquito pesquero. Durante las operaciones, con el cirujano nos atábamos a la camilla, que estaba fijada al piso.
Durante diez días casi no durmieron. Se la pasaban comiendo papa y pan, para evitar las descomposturas. Comunicarse con sus familias en medio de una guerra tampoco resultaba fácil: “Hablábamos por radio con nuestros padres sólo para decirles que estábamos bien.
No podíamos detallarles nada y, mucho menos, contarles nuestra ubicación. Toda comunicación podía ser interceptada,” explica Silvia. Pero lo más duro fueron las historias que traían los soldados. “Ellos no querían contar demasiado. Creo que se sentían felices de ver otras caras que no fueran hombres. Nos contaban sobre el lugar del que venían, de sus familias, sus novias…” relata María Marta. “Nos hablaban del frío, de la lluvia y la nieve. Pero una sabía que había una historia dura y dolorosa que guardaban para ellos,” dice Susana.
La noche del 13 de junio, les prestaron un visor nocturno. “Vimos la típica imagen de Malvinas: las casitas y las montañas bajas. Vimos el bombardeo y también filas de soldados bajando hacia Puerto Argentino. Al principio no entendimos. Fue entonces cuando nos explicaron que era la retirada,” recuerdan. La vuelta a casa era inminente.Si pudiéramos nos iríamos a las Malvinas ahora. Todas juntas. Ese es nuestro deseo hoy.

Fuente:
www.saltanoticias.com

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