COLUMNISTAS
Hoy quiero postergar a las estadísticas, a la economía y a sus secuelas sociales. Decidí llamarme a silencio sobre esas cuestiones para recordar a quienes, habiendo estado involucradas en la guerra de Malvinas, permanecieron olvidadas por décadas.
Siempre fue relativamente poco lo que se conoce y trascendió sobre las historias personales de quienes combatieron en las islas. Pero mucho menos aún es lo que se sabe sobre aquellas mujeres que, estando ahí mismo (el lugar más “caliente”) o desde otros sitios, participaron también en la contienda.
En efecto, revisando viejos archivos de “Gaceta Marinera” encontré que, tras el desembarco del 2 de abril, 21 mujeres fueron convocadas por las Fuerzas Armadas para prestar servicios en sus respectivas especialidades: comisarias de a bordo y operadoras de ELMA (Líneas Marítimas Argentinas), enfermeras e instrumentistas quirúrgicas del Hospital Militar Central y del Hospital de Campo de Mayo, radio-operadoras del Comando de Transportes Navales de la Armada y jovencísimas cadetas de la Escuela Nacional de Náutica.
Algunas de ellas fueron valiosas colaboradoras en la tarea de detectar y seguir, a través de viejas pantallas de radar, a las naves británicas que habían partido de la isla Ascensión y se aproximaban al Atlántico Sur. Lo hicieron sin escatimar energías ni horas de descanso, instaladas en buques mercantes que penetraron al océano tratando de anticipar los movimientos de la flota enemiga.
Otras prestaron servicios en barcos que, desde las bases de Puerto Belgrano y Punta Indio, o desde Comodoro Rivadavia y Río Gallegos, transportaron cañones, armas de menor calibre, municiones, carpas, alimentos, instrumental médico, tubos de oxígeno, camillas, medicamentos y demás pertrechos de campaña hasta Malvinas.
Y un tercer grupo fue parte fundamental del equipo médico que se desempeñó en el “Almirante Irízar”, que abandonó su habitual función de rompehielos para convertirse en buque hospital.
Días atrás las periodistas Alejandra Soifer y Josefina Avale, de FM Sur 88.3 (una radio comunitaria que transmite desde Parque Patricios, en Capital Federal) consiguieron contactar a dos de esas mujeres y, gracias a su tenaz búsqueda, conocemos hoy algunos datos más sobre las tan difíciles circunstancias que vivieron durante el conflicto.
II
Alicia, Gladys, María, Gisella y Stella Maris
Al momento de iniciarse la guerra de Malvinas, Alicia Reynoso tenía 23 años y era enfermera profesional, incorporada a la Fuerza Aérea. Recuerda que cuando fue convocada al Hospital Central, creyó que era para participar en un vuelo sanitario, similar a tantos otros que ya había realizado. Sin embargo, una vez allí le notificaron que debía partir de inmediato a la guerra. Tan tajante fue la orden que sólo le quedó tiempo para escribir una carta informando a la familia sobre el inesperado destino que le aguardaba, y tuvo que dejarla a una auxiliar de maestranza para que la hiciera llegar a sus padres.
En la madrugada del 3 de abril fue trasladada a la Base Aérea de El Palomar, donde la recibieron órdenes a viva voz, desplazamientos de conscriptos, acopio de armas y gritos saludando a la Patria.
En poco tiempo más ella, Gladys Maluendez, María Masitto Anán, Gisella Bassler y Stella Maris Morales subieron a un avión atestado de soldados. Antes tuvieron que ponerse uniformes de fajina, que al estar diseñados para hombres, les resultaban demasiado grandes y pesados.
Cuando, semanas después, les dijeron que la guerra había terminado con una derrota, sintieron tal tristeza y desazón que aún no puede olvidarlo. Y así como de noche partieron al sur, también de noche fueron regresadas al continente.
Sin embargo, las angustias no terminaron allí. El resultado de aquella aventura bélica provocó en el país enormes convulsiones, generándose una creciente indignación hacia el régimen militar. Desde todos los sectores de la sociedad civil surgieron reclamos para que las Fuerzas Armadas convocaran a elecciones y abandonen el poder. Y entre tanta turbulencia, nadie se ocupó de brindarles contención ni recibieron siquiera una mínima asistencia sicológica.
Incluso, el grado de desaprensión por su situación anímica fue tal que, apenas arribada, Alicia debió viajar a la Escuela de Aviación Militar en Córdoba para iniciar un curso destinado a oficiales, sin otorgarle licencia ni permitirle ver a su familia.
A lo traumático que, sin dudas, es vivir la extrema experiencia de una guerra se agregaba la impotencia de verse sometida al abandono y olvido del Estado. Durante años calló por completo toda referencia a esos días. Y hoy sus hijas y nietos apenas conocen unos pocos detalles sobre el horror y las muertes a los que debió sobreponerse.
Silvia, Susana, María Marta, Norma, Cecilia y Angélica
Silvia Barrera, Susana Maza, María Marta Lemme, Norma Navarro, María Cecilia Ricchieri y María Angélica Sendes tuvieron un invalorable gesto en común: ninguna de ellas dudó en aceptar cuando el 9 de junio de 1982 el Director del Hospital Central solicitó instrumentistas quirúrgicas y enfermeras. Lo hicieron sabiendo que les iba a tocar el peor de los destinos posibles: el Hospital Militar Malvinas, en Puerto Argentino.
Pero como el desenlace de la guerra ya se precipitaba, fueron enviadas al rompehielos “Almirante Irízar”, donde asistieron a decenas de heridos en combate. Allí se dividieron por áreas: María Marta prestó servicios en Cirugía General, Susana en Cirugía Cardiovascular, Norma y Cecilia en Traumatología, María Angélica en Oftalmología y Silvia en Terapia Intensiva.
Diariamente les llegaban soldados que habían sido alcanzados por la continua metralla de los aviones ingleses. Ellas tuvieron que “ensamblar” cuerpos destrozados, suturar heridas y, sobre todo, contener a jóvenes que sufrían dolores muy intensos o lloraban por el terror sufrido, sin tener ellas mismas en quién desahogar sus propios miedos.
En algunas jornadas las ráfagas de viento que llegaban desde el Sur superaban los 100 kilómetros por hora, sacudiendo fuertemente al buque. Entonces era imprescindible que, durante las operaciones quirúrgicas, cirujanos y enfermeras se ataran a las camillas fijadas al piso del quirófano. De lo contrario, sería inevitable perder el equilibrio.
Al día de la fecha Silvia continúa trabajando en el Hospital Central. En la entrevista que le hicieron Alejandra Soifer y Josefina Avale comentó que sus hijos mayores conocen “demasiado poco” sobre la guerra, ya que crecieron durante una época en la que este hito histórico prácticamente no era abordado en los colegios; pero agregó que, en contraste, las escuelas adonde asisten sus hijas menores han incluido de manera destacada en sus planes de estudio a esta eterna causa nacional.
III
Las anónimas
Las diez mujeres restantes (comisarias de a bordo, radio-operadoras y cadetas auxiliares) permanecen en el anonimato. Sus nombres son desconocidos por haberse extraviado o desaparecido cientos de legajos en el Ministerio de Defensa. Seguramente se han retirado ya de sus ocupaciones laborales (aunque quizá alguna continúe en actividad); y tal vez haya quien ya no se encuentre viva.
Lo lamentable es que, salvo que de modo fortuito o por alguna “mágica” decisión reaparezcan esos documentos, nunca podremos rendirles el homenaje que merecen.
IV
Tardíos reconocimientos
En febrero de 1987 Raúl Alfonsín, entonces presidente de la Nación, pidió los antecedentes de estas mujeres a su Ministro de Defensa, Horacio Jaunarena, con la intención de requerir al Congreso el otorgamiento de pensiones honorarias. Jaunarena solicitó esos nombres a funcionarios de su cartera, pero pocos días después -en Semana Santa- se produjo la primera rebelión “carapintada” (a la que siguieron dos más en 1988). Y las fuertes tensiones desencadenadas entre el gobierno y un sector de oficiales de las Fuerzas Armadas (algunos de los cuales habían estado en Malvinas) hicieron caer el ímpetu de esta iniciativa, que debió postergarse frente al apremiante contexto que se vivía, hasta que quedó definitivamente sepultada cuando asumió Carlos Menem.
Tuvieron que pasar 26 años desde aquel intento de Alfonsín y 31 desde la finalización de la guerra para que el Estado homenajee de alguna manera aquellos nobles esfuerzos: en marzo del 2013 el Ministerio de Defensa entregó diplomas de honor al equipo que integraba Alicia Ferreyra. Poco después las enfermeras que comandaba Silvia Barrera recibieron un reconocimiento (demasiado simple para todos sus sacrificios) de la Legislatura Porteña.
Sin dudas, tienen muchas –demasiadas- historias que contar. Y ya es todo un avance que hayan empezado a romper su silencio. Ojalá algún día sepamos darles ese digno lugar que, por mérito propio, les corresponde en nuestra historia reciente: el de auténticas veteranas de guerra.-
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