Varias veces he manifestado que hay muchos héroes (El piloto famoso, el Comando, etc, etc), pero hay uno que es el mas olvidado o el mas desconocido, es aquel que pasó mas de 60 días en la trinchera (pozo de zorro), alguien lo llamó el "Héroe de todos los minutos". Es el que debió luchar contra el clima, el hambre, el bombardeo aéreo, el bombardeo naval, la artillería terrestre y por último debió guardarse para verle la cara al enemigo.
La historia fue escrita con la intención de hacerle vivir a alguien que nunca estuvo en un bombardeo naval, aquellas sensaciones, espero haberlo logrado.
AUTOR: VGM Daniel Grau.
CRUZADOS
Un ruido extraño me sacó del sueño profundo en que me encontraba. Atiné a extender el brazo semidormido, repleto de hojarascas revueltas que me corrían por las venas y hormigueos típicos de un miembro entumecido. Mi mano se movió con pesadez hacia la mesa de noche para encender la luz, pero el velador ya no estaba. Los dedos palparon, en cambio, una superficie húmeda y fría, horrenda, resbaladiza, como una enorme babosa helada. El impacto me sobrecogió; abrí los ojos del todo y, de una vez, contemplé estupefacto la figura erguida de espaldas a mí de aquel ser inmóvil: el sargento Sánchez, Toto para los cercanos. Luego de un año de estar juntos en la milicia y a pesar de ser él un sargento y yo apenas un soldado, nuestra amistad pesaba más que las insignias. Salvo cuando estábamos delante de alguien de graduación militar superior, y por respeto a él, en el resto de las ocasiones lo seguiría llamando así, Toto.
Mi compañero montaba guardia atento y sin percatarse de que yo había despertado. Para graficarlo de alguna manera, digamos que yacía en el fondo de un pozo de zorro tapado con una manta húmeda de un verde descolorido. En esos diez grados bajo cero de la trinchera de las islas Malvinas, el poco calor que brotaba de mi cuerpo provocaba el desprendimiento de tenues rastros de vapor.
—Toto, ¿qué hora es? —pregunté, quebrando el silencio que sólo el viento austral se animaba a desafiar en las noches de la guerra.
— ¿Ya te despertaste? —Dijo mientras observaba su reloj de pulsera––. Te quedan cuarenta minutos más, son las dos y veinte.
— ¡No!, es suficiente. Descansá vos; yo te reemplazo ahora mismo. Ya no puedo dormir más. Tuve un sueño horrible.
— ¿Qué soñaste? Contáme.
—Dejálo así, sería revivirlo y con una vez me basta. Ya está, quiero olvidarme de eso, de mi casa, mi cama y la maldita paz que no tengo. ¿Cómo anduvo la noche? ¿Todo tranquilo?
—Sí. Es martes, no creo que usen los cañones de las fragatas. Por lo que sé, hoy no les pagan doble. Pero ya se viene el jueves, viernes y el fin de semana; ahí si que parimos otra vez. Nunca en mi vida pensé que me iban a gustar tanto los lunes y martes.
—Bueno, al menos una noche de paz hoy. Dormite tranquilo que ya estoy despierto del todo.
Me incorporé como podía, intentando liberarme de esa maraña de músculos tensos que era mi cuerpo. Ya de pie sujeté el correaje a mi cintura, adosé dos granadas de mano MK-5 a mi pecho, y así completé los preparativos para una nueva jornada de guardia, colocándome el casco y asiendo el fusil. Todo aquello lo hacía sin pensar, mecánicamente, como un torpe robot acéfalo, preparado para matar o morir.
El Sargento, mi buen amigo, me sacó del autismo en que residía mi mente con una frase llena de simpleza, pero cargada de compañerismo y afecto.
—Antes de dormir me voy a tomar una leche caliente, ¿querés una, Daniel? Te preparo —ofreció.
—Dale. Gracias, Toto. Sacá mi jarro que está abajo de la almohada —le dije.
— ¡Pero mirá vos! ¿Ahora la llamás almohada? Dos tubos de granadas de mano envueltos en una manta.
— ¡Y bueno! ¿Cómo querés que la llame? — Al fin y al cabo cumplía la función de almohada, ¿o no era ahí donde apoyábamos nuestras cabezas noche tras noche, para conciliar aunque fuera un sueño de mierda?
—Tenés razón, después de todo no es tan incomoda. Pero digo yo, ¿dormir sobre una almohada de granadas no traerá malos sueños? ¿Será eso? ¡Sueños un poco pesados!
— ¡Ja, Ja! ¡No! No seas supersticioso Toto. Además, recordá que es nuestro pasaporte seguro a la muerte y sin sufrimiento ––le dije.
Le temíamos más a la agonía, que a la muerte. Aparte de la caja de mil municiones para los fusiles y otras tantas para las pistolas, los tubos de granada y las tres granadas antitanque PDF eran parte del arsenal con el cuál contábamos para defendernos, y también nuestro pasaporte seguro al otro mundo, con garantía de no padecer sufrimiento físico. Si una bomba caía en nuestra trinchera o muy cerca de ella, como para hacernos daño, el arsenal respondería como una gran explosión en cadena.
—Así es, nomás. Esperemos que no pase ––dijo el Toto.
Se produjo una pausa casi eterna, pero lejos de hallarse vacía abundaba en temores, ideas, deseos. Nuestras mentes brillaban en destellos de locura, en la oscuridad de la incoherencia que era permanecer allí. Ahí dentro se debatía otra batalla extraña, una contienda oculta y real que cada cual conocía a la perfección, aún sin comentarla, ni mostrarla. Aquel otro campo de batalla era, sencillamente, el duelo interminable entre quebrarse o seguir, y cada uno la peleaba con lo que podía en la quietud y el silencio de su cabeza.
Espié al sargento de reojo sin que lo advirtiera, evitando distraer la vista del frente en aquella noche cerrada. Se lo veía frágil, delgado. Estaba de cuclillas en el fondo del pozo, ahora tenuemente iluminado con la luz de una vela que él mismo había fabricado con sebo de cordero. Como un ritual de cada noche y cada día, preparaba la leche en polvo, colocando las pastillas de alcohol. Lo seguí mirando, me dio ternura. Tomé conciencia por un segundo de que hoy estaba, mañana nadie lo sabía. Así me vería él mientras yo dormía. Comprendí que a pesar del poderoso fusil acunado entre mis manos, frío y temerario, yo también era un ser frágil a la deriva en el mar de las suertes.
— ¡Dany! Acá tenés ––dijo el Toto.
El sargento tenía voluntad de mejorar lo poco que teníamos, le quemaba azúcar en el jarro antes de verter la leche en polvo y el agua. De esa manera se tornaba más soportable ingerir los escasos alimentos que venían en la bolsa de raciones de combate tipo “C”. El corned beaf directamente era una abominación, aunque hacía días se había acabado. El hambre apretaba más de lo normal con el frío austral y hasta el corned beaf enlatado pasó a ser un manjar que extrañábamos.
—Gracias, está buenísima. ¿Un poquito de ginebra no había para ponerle? —le dije.
—No, se acabó anoche. ¡Qué mierda! Tengo un hambre bárbara.
––Por lo menos los cigarrillos no se acabaron ––dijo el Toto.
Tendríamos que seguir fumando para aguantar, al menos hasta que pudiera llegar un avión con provisiones.
—Yo ya estoy en los tres atados por día. ¿Y vos? ––le dije.
—Sí, yo por ahí ando. Total, de algo hay que morirse, si no es una bomba será por el cáncer de pulmón. ¡Y bueno, en fin! Será hasta mañana, al menos eso espero. Chau, Daniel, que tengas una guardia tranquila para bien de los dos.
—Que descanses, Toto.
Como siempre, nuestros diálogos estaban plagados de frases que nadaban en incertidumbre, siempre condicionadas a eventos venideros que imaginábamos pero no podíamos manejar. La guerra, entre otras cosas, trae eso consigo: dudas y más dudas de existencia, frases del tipo “Si me despierto mañana, te prometo, haré tal cosa”, “Tengo que arreglar un poco la trinchera, ¿pero para qué? Quizá ni haga falta”. “Si vuelvo a casa, me doy un baño de espuma y después me emborracho”. Era extenuante, desesperanzador, remitir todos nuestros deseos de planificar al evento siguiente, a un suceso al que nosotros no teníamos posibilidad de manejar porque no teníamos ni voz ni voto: sólo Dios y el destino podían determinarlo.
Me quedé mirando el paisaje oscuro. En la negrura de la noche apenas divisaba la silueta lejana del monte Dos Hermanas. Esforzaba mis sentidos hasta lo máximo y aún más; de eso dependía parte de nuestra suerte de ver otra mañana siguiente. He llegado a percibir ruidos a casi quinientos metros de distancia y ver en la noche como si fuera de día. Qué maravilla el cuerpo humano; cuando se lo exige siempre da más. El instinto de supervivencia activa esta maquinaria casi perfecta. Qué pena morir; tantos millones de años de evolución para llegar a un resultado maravilloso y al rato ser tan solo un sinnúmero de átomos dispersos, sin la magia de esa unidad que alguna vez formó el sueño de sentirse real...
El Toto roncaba; dichoso él que podía. Serían menos horas de padecimiento consciente; al menos ése era un recreo para escapar de la locura de la espera continua.
En aquella soledad me detuve a meditar. Y pensé:
Ahora estás en la oscuridad, en un pozo frío, húmedo, deplorable.
Sientes la soledad como una palabra que lo significa casi todo, aunque descubrirás que no es así; pronto vendrá una sensación más devastadora y se llamará terror.
Primero silencio, después una estampida lejana y sorda; cinco, para ser preciso. Otra vez silencio. La oscuridad y el frío sucumben en tu mente expulsadas por otra sensación que intuyes cercana y turbadora.
Un silbido penetrante en el aire que acrecienta su intensidad en tu oído, desgarrado por el espanto a lo desconocido.
Silbido, golpe, resplandor, estallido, estruendo, vibraciones, y un centenar de diminutas zapas clavándose en todos las dimensiones que perciben tus exaltados sentidos.
Estas allí, inmóvil, aterrado. Cinco golpes a intervalos regulares, que se van acercando. Se aproxima con pasos de gigante, clavándose en la tierra, provocando un ruido semejante al de una pala enorme que se desliza tajante en la tierra fangosa y sin resistencia, igual que tu mente.
Tus ojos cerrados no pueden evitar ver el resplandor a través de los párpados apretados, y tus oídos zumban ante el estallido como si hubiesen captado una frecuencia desproporcionada, saturada en intolerables decibeles, irreal. Te brota líquido caliente de los oídos. Parece agua. En la oscuridad palpas lo espeso y pegajoso que resulta al tacto, lo hueles. Es sangre. Los tímpanos no resisten.
La tierra se sacude y las violentas vibraciones hamacan tu cuerpo entumecido, que sucumbe en posición fetal, como un niño zarandeado por un mal ajeno a la tierra. Quieres llorar y no puedes, deseas clamar y las palabras se olvidaron en tu mente. No manejas el idioma, sólo un grito gutural que asoma a tu boca de rictus y se afloja en el aire de la madriguera, perdiéndose entre los cientos de golpes que se incrustan con disímiles sonidos en todas las direcciones del terreno que te rodea. Pero no te contiene.
En un segundo de ilación racional, recuerdas el cementerio que tanto temías de niño. Sus paredes externas llenas de graffiti irrespetuosos eran una división geográfica entre el mundo de aquí y el más allá. Tu guardapolvos blanco, de pureza angelical, se apartaba de aquel paredón al igual que tus ojos, que hurgaban constantemente la muralla como si ésta pudiera desmaterializarse y engullirte cuando ibas camino al colegio.
Ahora, en la demencia que provoca esta tangible realidad, sueñas despierto con aquella necrópolis con cruces de cemento y árboles secos, con ramas que resulta la imitación más exacta a las manos de un muerto. Deseas aquel sitio de escalofríos pasados como un dulce camastro de roca y lápida donde poder al menos dormir un poco con anhelada paz, una paz que se diluyó de los confines de tu memoria con la misma facilidad con que se pierden algunas preciosas recordaciones de la infancia y nunca más se recuperan.
El segundo silbido se aproxima, otro pie del gigante se está por asentar con su peso de muerte. Ahora más cerca... y el tercero, más aún.
El cuarto paso cae más allá de tu posición; el silbido lo delató con una prolongación sonora. Su persistencia en el aire te apacigua esos segundos. Tu oscuridad, tu desesperación, están caladas en la tierra al abrigo endeble de un pozo que no es otra cosa que un efímero resguardo. Tu tranquilidad sucumbe entre dos pies descomunales que se posan con malicia destructora y una fatiga que te envuelve en el deseo de caerte encima y destruir tu sueño de seguir sintiéndote real. En el medio de los pies estas tú, diminuto y precario, abrazado al cordel invisible de la desesperación.
La quinta pisada cae más lejos. Y cuando el silencio vuelve como la pausa necesaria para justificar un nuevo comienzo, cinco estampidos, puntuales, equilibrados entre sus espacios de tiempo, vuelven a recorrer la distancia para mutarse en el gigante de pies arrolladores. Y no puedes llorar, y no puedes pensar; apenas te aferras al patético cimiento de tus fuerzas cautivas por el dolor y el miedo, y, dentro de la oscuridad de la trinchera, sientes que la palabra soledad, que antes te deprimía, te devastaba, ahora es demasiado poco para justificar un llanto.
Allí estás, soldado de la patria, argumentando un orgullo que, con suerte, a través de los años, se figure como un orgullo ajeno. Allí estás... Tieso y acurrucado, con temblores en el cuerpo y agobio de limites desconocidos que aún no sabes si serás capaz de soportar. Pero no tienes tiempo de replantearte nada, otra andanada de bombas vienen en parabólica trayectoria para atizar la tierra, los escombros volarán una vez más y pondrán en tela de juicio tu dignidad de hombre joven, el temple de tu acero, que se retuerce amenazando con quebrarse en un sonido que se perderá en la noche, apagado por el estruendo del gigante.
Cinco horas llevas soportando la danza macabra del coloso y sus pies de pala, que comenzó a faltar al orden. Un imaginario desvarío lo lleva a dar marchas desprolijas, dispares. Eso es peor, ahora es impredecible y se acrecienta la incertidumbre de no poder calcular el próximo paso asesino. El orden aleatorio de sus pisadas no permiten ningún descarte, ahora cada bomba es una posibilidad cierta, no hay descanso, no hay tregua.
Estas allí durante cinco horas, cuatro veces a la semana, durante dos meses, y te transformas noche a noche en un número de ruleta sobre un paño verde descolorido, como la manta que contiene tus miserias y te mitigan el frío austral en el cuerpo, mientras la bola gira en el bolillero y ruegas porque no caiga en la desgracia de tu cuadricula de negro pesar, al tiempo que imaginas al destino como un alcohólico divertido paseándose con un vaso de whisky en una mano y en la otra un manojo de fichas multicolor que arroja desde el aire con la suficiencia de un millonario compulsivo por el juego. Escoge los números interpretándolos de sus sueños de camas y de putas y hace sus apuestas sin culpas y sin mirar atrás.
Te preguntas qué es ser un héroe. El diccionario puede darte una explicación proverbial del término. Pero sólo tú sabes que doblarse sin quebrarse y seguir de una pieza es una manera de dignificar el heroísmo de tu alma y su capacidad maleable, que gratificará de allí en más los días que te resten por vivir.
El heroísmo es simplemente un acto de locura aplicado a la desesperación de sobrevivir. No pienses en medallas, ni reconocimientos, cualquiera es un héroe, cualquiera es un mártir, cualquiera es un tonto, sólo es cuestión de hallarse en el lugar preciso, en el momento indicado. Lo demás... lo demás no importa, el tiempo dirá en qué pergamino se alinearán las letras que determinan tu nombre y apellido y el significado que brindará esa lámina a los ojos de los que al pasar, y como en un descuido, por simple curiosidad, la deseen contemplar.
La noche pasó, los días se continuaron...
Semidormido, como casi siempre, con el cansancio a cuestas de tantos malos ratos, con los ojos aún cerrados, extendí el brazo derecho acalambrado para asirme de la pared de barro junto a mí. Sentí un ruido fuerte al costado de mi oído y algo que estalló. De un brinco, me incorporé decidido a todo. Miré en la oscuridad hacía el sector de dónde provenía el estruendo. El velador de la mesa de noche yacía deshecho en el suelo. Mi madre, sobresaltada, prendía la luz de la habitación. La miré, le sonreí. La guerra ya había terminado unos días atrás y estaba de vuelta en casa.
O.M. Daniel Grau VGM
perteneció a la Ca Cdo y Ser del Cdo Br I X.
perteneció a la Ca Cdo y Ser del Cdo Br I X.
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